David Chipperfield: uniendo espacios

Si bien me resisto a operar dentro de un entramado ideológico, quiero insistir en que la práctica arquitectónica debería comprometerse en el campo teórico.

El colapso de cualquier posición ideológica centralizada, tanto política como arquitectónicamente, nos impone como individuos la responsabilidad de definir valores y criterios. Esta nueva libertad demanda de nosotros demostrar esos valores a través de la obra construida.

Mi trayectoria profesional no ha sido teórica sino práctica. He intentado llegar a la teoría a través de la práctica, en lugar de, por el contrario, practicar la teoría. La arquitectura es una presencia física y es precisamente por esta facultad por la que se comunica. Si bien no niega la importancia sobre el papel del trabajo teórico, la arquitectura nos deja su más claro manifiesto en la materia de que está hecha.

Diversas circunstancias, tanto generales como personales, me han llevado a construir aún cuando no había un flujo continuo de oportunidades. En un clima donde tanto la obtención de encargos como el sistema de concursos son realidades inciertas y, a menudo, poco gratificantes, he tenido que buscar oportunidades en las escalas más pequeñas y en el extranjero.

En Inglaterra en los últimos años sólo hemos construido unas cuantas obras. El resto del trabajo han sido interiores —tanto en el Reino Unido como en el extranjero— y edificios en Japón, Alemania y América. La diversidad de tipos de proyecto y de situaciones geográficas me ha animado aún más a evitar un enfoque formalista.

Soy escéptico cuando observo la frecuencia con la que el deseo de hacer formas arquitectónicas eficaces es racionalizado mediante una ideología inventada. Los proyectos pequeños nos acercan más a los clientes y a sus propósitos, mas allá de la mera imposición de ideas formalistas.

Se ha de distinguir entre, por una parte, unos trabajos diferentes y a menudo contradictorios —que parecen subordinados a las presiones económicas de los clientes y a otros asuntos pragmáticos—, y por otra, obras que responden a cada problema de manera particular y que, sin embargo, aspiran a formar parte de un conjunto de trabajo coherente. Espero que mi obra sea leída dentro de este contexto.

Mientras que no niego el prejuicio estético, y admito las tendencias formalistas, creo que la tarea de la práctica profesional ha sido siempre firme en su preocupación de determinar cada proyecto, de resolver la idea dentro de la práctica y en evitar una aproximación formalista a la arquitectura.

Obviamente hay proyectos que defienden estos principios más que otros, y proyectos que a su vez han sido más importantes en tratar de representar la ambición que todo edificio tiene de entender lo que quiere ser. No creo que esta postura sea la única.

En los últimos años me he sentido continuamente respaldado por la obra que han realizado mis contemporáneos —especialmente en Europa—, quienes han sido capaces de generar proyectos potentes que demuestran ideas intelectuales coherentes al tiempo que son capaces de ejecutar esas ideas mediante una habilidad arquitectónica convincente. Creo que me encuentro formando parte de una generación que no necesita ya un manifiesto para poder operar, y que tiene el coraje de demostrar el poder físico de la arquitectura mediante ideas tectónicas, espaciales y materiales.

La ausencia de un manifiesto que nos sirva de guia también desvela, sin embargo, la fragilidad de una arquitectura sin idea. Como resultado de operar en el país del pragmatismo (Inglaterra), soy más que consciente de la tendencia a desechar, en nombre del funcionalismo, el requerimiento de una idea en la arquitectura’ a confundir teoría con técnica, y a justificar una obra por el programa y el proceso. Y si bien soy cínico frente a la tendencia que pretende que la arquitectura se ajuste a un manifiesto predeterminado, desconfío aún más de la tendencia a disociar la idea con respecto a la arquitectura.

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