Isamu Noguchi: síntesis de contrarios

Isamu Noguchi heredó de su padre Yonejiro Noguchi, un poeta japonés y de su madre, Leonie Gilmour, escritora escocesa, una habilidad creativa infinita que aplicó a la escultura, el mobiliario, la iluminación y el paisaje.

Aunque fue más conocido como escultor, también creó algunos muebles y lámparas que se han convertido en iconos de diseño, como las famosas “Akari”, lámparas realizadas con papel japonés.

Noguchi también estuvo involucrado en el diseño de áreas, jardines y parques, y estaba interesado en las formas y materiales, así como el aspecto espacial de su investigación.

Viajó de este a oeste, de Oriente a Occidente por Estados Unidos y Japón y aprendió lo mejor de las dos culturas que había heredado. Desgra­ciadamente, sus orígenes japoneses le llevaron a un campo de concen­tración en Arizona durante la II Guerra Mundial.

Nacido en Los Angeles, vivió en Japón desde los 3 años hasta la adolescencia donde asistió a colegios japoneses y jesuitas durante 10 años. A los 13 años su madre le mandó a una escuela, que consideró le haría progresar, en Indiana. El joven Noguchi comenzó el colegio, que mientras tanto se había convertido en un campo de entrenamiento militar, en 1918.

Debilitado el apoyo financiero y psicológico del Dr Rumley, se matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Colombia, al mismo tiempo que asistía a cursos de escultura en la Escuela Leonardo da Vinci.

Durante un viaje a Japón en 1951, Noguchi visitó la Compañía Ozeki en Gifu, fabricante de los tradicionales faroles de papel y bambú. De ahí adoptó el método tradicional para sus famosas lámparas Akari.

Su intro­ducción de nuevas formas y una nueva fuente de luz (la bombilla), lo posicionó en el mercado internacional con una distribución masiva que atrajo discípulos, y naturalmente, imitaciones. A través de sus famosas lámparas, realizadas con materiales muy simples, Noguchi expresó su deseo de enriquecer la vida cotidiana.

Probó todo lo que tuvo que ver con el espacio, jardines, áreas públicas o patios de recreo y así empezó a trabajar con los grandes arquitectos como Kenzo Tange y Gordon Bunshaft en París, Nueva York, Tokio, Bolonia, Detroit, Miami y Sapporo, creando muy diferentes ambientes a los que él imprimió su espíritu, hasta que falleció en 1988.

Durante años, mi escultura se centró más y más en la piedra, sobre todo en los duros granitos y los basaltos, que se encontraban en Japón. Debió de producirse un proceso en el que superé las dificultades en tallar esas piedras y empecé a apreciar la resistencia y belleza de los resultados.

En 1968 la Fundación Nacional de las Artes me encargó hacer el Sol Negro para la ciudad de Seattle, que decidí esculpir en granito negro de Brasil. Así es como me establecí en Shikoku.

Se dice que la piedra es el afecto de los hombres viejos. Puede ser. También es el trabajo más desafiante.

Un diálogo resulta de una oportunidad sin oportunidad, errores sin errores.

Ningún borrador o reproducción es posible, al menos de la manera que trabajo ahora, dejando las marcas de la naturaleza. Es único y final.

Al igual que los cantos rodados, no hay dos piedras iguales, pero también existe la consecuencia opuesta de que ninguna piedra es inmutable hasta su consagración final. Hasta entonces, la materia permanece original y abierta.

Incluso en su vejez, Miguel Angel volvió a trabajar una escultura de hacía 10 años transformándola en la “Rondanini Pietà”.

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